Por Gorka Landaburu
11/03/2017
El 9 de febrero de 1962 el Gobierno de Franco, a través del ministro Castiella, solicitó del entonces Mercado Común una apertura de negociaciones para la asociación con vistas a una adhesión futura. Aunque esta petición fue recibida positivamente por Alemania y Francia, sin embargo fue rechazada mayoritariamente al exigirse a España que aprobara cambios políticos.
No obstante, a partir de 1970 y en los denominados acuerdos de Luxemburgo, se logró un simple convenio comercial con Europa que fue vendido como un rotundo triunfo del régimen, sobre todo en el aspecto político. Formalmente, fue un bofetón. España solo consiguió ante la Comunidad Económica Europea (CEE) el mismo estatus que Marruecos, Túnez e Israel.
Hubo que esperar la llegada de la democracia y las primeras elecciones legislativas del 15 de junio de 1977 para que, unos días después, el 26 de julio, el presidente Adolfo Suárez solicitara oficialmente la adhesión a la CEE.
La incorporación definitiva, que permitió a España salir del largo túnel de la dictadura y entrar en la familia europea como un miembro más, se produjo el 12 de junio de 1985, con la solemne firma del tratado de adhesión que se rubricó en el Palacio Real de Madrid, con el Rey Juan Carlos y el presidente Felipe González como anfitriones.
Este acuerdo se recibió con entusiasmo. Supuso para España importantes avances que redundaron en el bienestar de la sociedad. Formar parte del “club de los privilegiados” ha permitido también recobrar un estatus internacional que se negó durante el franquismo. El altísimo consenso para entrar en Europa popularizó el dicho, como afirmó Ortega y Gasset en 1910, de que “España era el problema y Europa la solución”.
Sin embargo, y aunque España siga siendo el país mas europeísta, el fervor y el europtimismo han dado paso, como en la mayoría de los países que componen la Unión Europea, al desengaño y pesimismo. No es que el proyecto común haya fracasado. El problema reside en la desconfianza por la inacción de nuestras instituciones europeas y, lo que es más grave y perjudicial, en la racanería y el temor de los estados que no admiten ceder cotas de soberanía a favor de la Unión.
Si a todo esto añadimos la crisis económica que ha causado tantos estragos; el drama de la inmigración y de los refugiados tan mal gestionado, el terrorismo… nos encontramos con una bomba de relojería que es pan bendito para los populismo y extremismos mas rancios.
En este contexto asistimos a la alarmante subida de los euroescépticos y antieuropeos que quieren decir “adiós a Europa”. Como lo han hecho los británicos con el Brexit o las Marine Le Pen de turno, que también quieren sacar a Francia de la UE.
Esta situación inimaginable hace pocos años, cuando todos, incluso los países del este, querían tener plaza en Bruselas, va ganando adeptos en el continente.
No cabe duda de que nuestra vieja Europa, que el 22 de marzo celebra el 60 aniversario de su fundación, rubricada con la firma del Tratado de Roma, sufre la crisis de identidad más grave de su historia. Hoy más que nunca se imponen medidas urgentes y convincentes para relanzar el proyecto europeo. Es por eso que nos tenemos que convencer, en primer lugar, los propios europeos.
Lo decía recientemente, en una charla privada, Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión: “Me gusta viajar fuera de Europa porque cuando bajo del avión en África o en Asia, me hablan bien de Europa, pero cuando bajo del avión en Bruselas, vuelvo a encontrarme con el valle de lágrimas europeo para decirme: ¡qué mal esta Europa!”.
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