Por Antonio Pradas | Secretario de Política Federal del PSOE y coordinador del grupo de Memoria Histórica del partido
21/10/2015
Durante los tres años de la Guerra Civil se produjeron en los dos bandos miles de muertos en contienda. La lógica de las guerras siempre deja más víctimas en el lado de los vencidos, lo que no justifica la barbarie en ninguna de la dos trincheras. El escarmiento sistemático en los pueblos y ciudades ocupados por las tropas franquistas, los asesinatos en masa, las usurpaciones de bienes, las humillaciones de las mujeres, el robo de niños, el exilio de miles de españoles, entre ellos poetas, filósofos, artistas, niños de la guerra… Todo eso no tiene parangón. Ahí no están equilibradas las barbaries.
El silencio, el miedo vivido durante cuarenta años; la amenaza a familias recordándoles el destino que corrió un padre, un hijo, un compañero o un hermano. La humillación de tener que acudir a actos de conmemoración a cargo de los asesinos; la injusticia de ver plagados los pueblos de homenajes a los caídos por un bando, mientras «los otros» yacían silenciados o perdidos en cunetas o fosas comunes. Cuarenta años de terror a los que algunos dirigentes de la derecha quieren sumar otros cuarenta años de olvido.
Los vencidos veían con estupor como se condecoraba a los asesinos, como se premiaba a los mutilados rebeldes, mientras se estigmatizaba a los heridos de defendieron la legalidad. Como los verdugos y sus familias ocupaban tierras, se les adjudicaban administraciones de lotería o estancos, mientras los familiares de los vencidos se marchaban de sus casas, de sus barrios o sus pueblos a lugares donde no tuvieran el sambenito.
Mi padre siempre bajaba la voz para contarme la historia de su familia y cómo asesinaron a su tío y amenazaron a mi abuelo con aplicarle el mismo correctivo, mientras le requisaban la cosecha. No me lo contó hasta que llegó la democracia. Antes aguantó en silencio mientras educaban a su hijo – a mí- intentando lavarle el cerebro con el «cara al sol» y «montañas nevadas».
Con la Constitución llegó el momento de la reconciliación. Pero nadie dijo que llegase el momento del olvido. Algunos gestos tímidos de los primeros gobiernos socialistas con los presos o los militares republicanos, apenas saldaban la tremenda deuda del Estado con los reprimidos.
Cuando en 2007, el Congreso, bajo el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, aprueba la Ley de Memoria Histórica, la luz se abre en el horizonte de cientos de miles de personas, que recuperan la esperanza de dignificar a sus familiares asesinados vilmente. Tal vez con monolitos más discretos que las cruces que usaron otros, pero dignificar al fin y al cabo. Habían pasado cuarenta años y muchos pensábamos que ya la derecha estaba preparada para asumir esta tarea democrática que nos reconciliase a todos con la historia.
Pero llegados a este punto, la derecha sacó lo peor de su ADN y se negó a aprobar esta Ley que consideraban que removía el pasado. Para la derecha, localizar una fosa común para que los restos sean identificados y dignamente enterrados, es mirar atrás y no lo es acudir institucionalmente al homenaje y beatificación de otras víctimas, también terriblemente asesinadas. Para la derecha es evocar el pasado retirar símbolos franquistas, en cumplimiento de la ley, y no lo es que permanezcan en muchas plazas e iglesias reconocimientos a sólo una parte de las víctimas.
Con esta mentalidad, cuando la derecha accede al gobierno de la nación, deja sin presupuesto la Ley de Memoria Histórica bajo argumentos «tan contundentes» como el utilizado por Sr. Hernando afirmando que los familiares se acuerdan de sus muertos para conseguir subvenciones, o la declaraciones del senador Peñarrubia, afirmando que ya no hay fosas por localizar y acusando de cansinos y de dar la murga a los que pedimos medios para continuar la tarea dignificadora, incluso cristiana diría yo, de dar digna sepultura a los muertos. Todavía no he escuchado a ningún líder del PP o miembro del Gobierno que haya censurado estas palabras.
Es como si la derecha del PP quisiera acabar con la Ley de Memoria Histórica y seguir alargando la ley del silencio que los vencedores aplicaron durante lustros, en un ejercicio de «memoria histérica» que sólo se comprende si pensamos que el PP no ha sido capaz en todos estos años de despegarse de su ADN franquista.
A esa tarea convoco, si me lo permiten, a los muchos votantes del PP que no comparten esta visión sectaria de nuestra historia. O sus dirigentes son capaces de mirar sin complejos a una contienda que nunca debió producirse y cuyas heridas deben cicatrizar, o arrastrarán por siempre ese pasado fascista con el que la mayoría de ellos ya no se identifican.