Por Ana Franco
18/06/2016
ide 24 kilómetros cuadrados, algo menos que la isla canaria de La Graciosa. Pero ofrece todo lo que la jet set internacional (y seguro que usted también) necesita para ser feliz: un clima propicio, aguas turquesas, villas de ensueño, cierta discreción y mucha diversión, así en el mar como en la tierra. Por eso, ricos y famosos de medio mundo eligen San Bartolomé (conocida internacionalmente como St. Barth) como destino vacacional.
Con tanto ricachón poblando esta minúscula isla del Mar Caribe, preguntamos a un agente inmobiliario local cuáles son las peticiones de sus clientes que más le han sorprendido, y lo de pedir caviar o champán a las tres de la madrugada se nos antoja hasta aburrido comparado con otras anécdotas. “Una señora me llamó a altas horas de la noche porque no podía dormir. Al parecer, el silbido del aire le impedía conciliar el sueño. Me pidió que acudiera allí. ¡Pare el viento!, me dijo. Y colgó enérgicamente”.
Esto no pasaba con los primeros pobladores, los indios caribes, ni con Colón, que llegó en 1493 y bautizó la isla (entonces llamada Ouanalao) con el nombre de su hermano Bartolomé. Como no halló oro ni tesoro, Colón se marchó a descubrir otras tierras, y años después llegaron los franceses, quienes entregaron St. Barth a Suecia a cambio de derechos comerciales en el puerto de Gotemburgo por unos 100 años. De ahí que muchas calles de la capital, Gustavia, conserven nombres escandinavos. En 1878, tras un referéndum, los galos recuperaron St. Barth, que hoy responde oficialmente por una colectividad territorial de ultramar perteneciente a Francia y que ejerce de extensión de la Costa Azul.
Para alcanzar la isla en familia como una celebrity hay que hacerlo con niñera (una o varias) y en jet privado. El resto de los mortales se embarca en aeroplanos bimotores con capacidad para 15 pasajeros que parten de alguna isla cercana como San Martín. Un avión mayor no podría aterrizar en St. Barth porque se saldría de su perímetro. Tampoco pueden parar los barcos de cruceros. Todo ello, junto con la ausencia de tangas y toples masivos en las playas y la prohibición de construir crímenes estéticos al estilo Benidorm (el número de camas hoteleras está restringido), la convierte en la isla más elegante del Caribe.
Los hoteles de cinco estrellas (al menos suman siete) ofrecen pocas habitaciones cada uno. El mejor, y el pionero, es Eden Rock, aupado a un promontorio rocoso en la bahía de Saint Jean. Por entre 650 euros y 20.000 la noche, en línea con los precios de St. Barth, se puede pernoctar en una de sus estancias (la Villa Rockstar está dotada de un estudio de grabación que utilizó John Lennon), visitar su galería de arte y conducir un yate que ponen a disposición de los clientes. Tampoco desmerece el Cheval Blanc St-Barth Isle de France, propiedad del coloso francés del lujo LVMH.
Para alquilar una villa, una opción de lo más apetecible, sobre todo si se viaja en grupo, conviene elegir una de las que se abrazan a las colinas porque garantizan las vistas panorámicas. Claro que también son las más caras. Pruebe, si no, a que le invite a su mansión el oligarca ruso Roman Abramóvich, que compró la antigua casa de David Rockefeller a pie de playa, o el célebre fotógrafo de moda Patrick Demarchelier, quien también tiene un barco, Puffy.
Cuando vaya de compras, la dirección que hay que tener en cuenta es la calle principal de Gustavia, Quai de la République, el Rodeo Drive caribeño, con boutiques de lujo como Cartier, Chopard y Hermès y otras tiendas locales. La capital también es la zona en la que se concentran los restaurantes de postín, aunque los hoteles repartidos por todo el territorio se esfuerzan por retener a todos sus clientes con alta cocina francesa.
La fiesta se organiza en cualquier villa, en cualquier yate y, sobre todo, en el club de playa Nikki Beach, ese lugar donde las botellas de varios litros llegan a la mesa acompañadas de bengalas. El exceso está asegurado y el champán ya está enfriándose. ¿A qué espera para ir?