De forma casi simultánea al anuncio de la Organización Mundial de la Salud que declaraba el estado de pandemia –11 de marzo de 2020– aparecieron los anuncios sobre los proyectos que los centros de investigación y grandes laboratorios farmacéuticos habían puesto en marcha para desarrollar una vacuna con la que hacer frente a la COVID-19.
Rápidamente quedó claro que, sin que nadie lo expresara en esos términos, había sonado el campanazo de una competencia científico-técnica, a ver quién se hacía con el privilegio de ser el primero en fabricar una preparación capaz de protegernos frente al virus.
Nadie hubiese imaginado que una materia tan especializada como la ciencia de la inmunización, que apenas tiene tres siglos de historia conocida, y, en concreto, el proceso para dar con la tan ansiada vacuna, mantendría en vilo a tantas personas en el mundo, especialmente a los encargados de las políticas sanitarias.
Durante estos meses, los equipos científicos responsables de las investigaciones han debido trabajar bajo una presión soterrada o manifiesta de gobiernos, políticos y medios de comunicación. Sin contar la presión moral proveniente de la sociedad planetaria, que ha permanecido a la expectativa de una vacuna que pueda parar o aliviar la pandemia y devolver, aunque sea parcialmente, los modos de vida y de trabajo que tuvimos hasta febrero.
Hay que subrayarlo. En diez meses se han logrado resultados que, en el criterio de los expertos, son milagrosos. He leído que la vacuna que podría considerarse un precedente, la del llamado rotavirus, tardó casi 20 años en producirse. A la comunidad científica le ha correspondido, nada menos que una lucha con el tiempo.
Se trata de una respuesta admirable, que bien podría ser comparada con las investigaciones en atmósferas de extrema tensión, que fueron características en los laboratorios de Inglaterra y Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. Gracias a un esfuerzo, cuyas historias menudas no conocemos, en Europa, Estados Unidos y en otros lugares del mundo, han comenzado las campañas de vacunación.
Pero estos esfuerzos en contra de la pandemia no solo han sido científicos y sanitarios. También se han puesto en movimiento acciones para aprovechar lo que está ocurriendo desde una perspectiva política y geoestratégica. Es el caso de China y de Rusia, cada una con su respectivo modelo y sus respectivos intereses. Coinciden en el fundamento: aprovechar las debilidades económicas, científicas y de los sistemas sanitarios, en particular de los países pobres o con recursos limitados, para hacer sentir su poderío, extender el radio de sus influencias, continuar avanzando en sus objetivos imperiales hacia regiones como África y América Latina, en cierto modo, apenas provistas para hacer frente a lo que está ocurriendo.
Leo en la edición del 20 de diciembre del diario El Mundo, de España, en un reportaje firmado por Carmen Valero, que China ha alcanzado acuerdos con quince países. “Su modus operandi siempre es el mismo. Pacta con laboratorios nacionales que le aseguran ensayos fuera de su territorio, se abre mercado y gana peso político. En octubre, y es solo un ejemplo, China invitó a todos los embajadores africanos a visitar las instalaciones de Sinopharm. No les prometió vacuna gratis, pero sí facilidades en forma de crédito. El mismo mensaje en América Latina”.
Que Putin concibe la vacuna desarrollada por el Instituto Gamaleya como un arma geopolítica, lo deja en claro la denominación comercial que le puso a su producto: Sputnik V, el mismo nombre que tenía aquel satélite lanzado en 1960 por los comunistas en plena Guerra Fría.
En medio de la opacidad que ha rodeado su creación, los voceros del Kremlin han dicho: “Es la primera vacuna en estar lista y su efectividad «científicamente» garantizada”. Se ha defendido de las dudas expresadas por expertos de numerosos países haciendo uso del sempiterno recurso de acusar a Occidente. Así las dudas no serían más que campañas para desacreditar la ciencia rusa por los competidores. Han señalado que tienen pedidos de unos 50 países, por más de 1.200 millones de dosis.
La estrategia de Putin ha calado con éxito, entre los populistas de América Latina: López Obrador, de México; Nicolás Maduro, de Venezuela; y Alberto Fernández, de Argentina, además de notificar que sus países adquirirán la Sputnik V, han asegurado que serán los primeros en vacunarse. Daniel Ortega y Rosario Murillo, los dictadores de Nicaragua, han asegurado que su país podría fabricar el producto ruso y distribuirlo en Centroamérica. También el estado de Bahía, en Brasil, gobernado por Rui Costa, afiliado al Partido de los Trabajadores, ha adquirido vacunas rusas. Comunistas y populistas han firmado contratos entre ellos. Todo este cacareado éxito no tardó en derrumbarse.
El 17 de diciembre, en una rueda de prensa, Vladimir Putin admitió que no se había vacunado porque la Sputnik V no es recomendable para mayores de 60 años. Es decir, no sirve justo para la población de mayor riesgo, los más afectados por la pandemia. Significa, en términos sanitarios, que la vacuna es un fracaso.
Un rotundo fracaso. No inmuniza al segmento de la población que más lo necesita. Tras la tormenta que no tardó en desatarse en Argentina, los rusos han enmendado la declaración de Putin: El protocolo para que la vacuna pueda ser administrarse a mayores de 60 años está a punto de aprobarse. ¿Se puede creer esto, dada la trayectoria de opacidad, mentiras, corrupción y criminalidad que son el signo predominante de la gestión de Putin?
Y así están las cosas en algunos países de América Latina, los gobernados por partidos y políticos pertenecientes a la red del Foro de Sao Paulo, practicantes del populismo: embarcados en unos contratos multimillonarios de compra de unas vacunas de fracaso anunciado, que serán aplicadas a millones de latinoamericanos –especialmente en los países mencionados– sin que sepa, con alguna certeza, si funcionarán o no, si serán o no riesgosas para los mayores de 60 años, si causarán secuelas y graves daños colaterales.
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