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La vida después de un desahucio

Sofía Pérez Mendoza by Sofía Pérez Mendoza
12/05/2016
in NATURALEZA, SOCIEDAD
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El fotógrafo argentino Andres Kudacki documentó uno de los días en los que la familia desahuciada durmió al raso en un patio cercano a su hogar en septiembre de 2013.

El fotógrafo argentino Andres Kudacki documentó uno de los días en los que la familia desahuciada durmió al raso en un patio cercano a su hogar en septiembre de 2013.

Por SOFÍA PÉREZ MENDOZA / Fotografía: FERNANDO SÁNCHEZ

A Isabel Rodríguez todavía le punza el estómago cuando mira las fotos de su desahucio. Ha pasado casi un año y medio, pero “la herida sigue abierta. La rabia está ahí, permanente, no cicatriza”, reconoce. Ha aprendido a dejar de culparse a sí misma y a guardar su miedo en la despensa de una cabeza revuelta aún por el trauma. El mismo que paró su vida aquel 25 de septiembre de 2013. El mismo que se colaba en sus pesadillas las noches que durmieron en la calle. Y también el mismo que el fotógrafo argentino Andrés Kudacki capturó a través del objetivo de su cámara y con el que obtuvo el segundo premio del certamen de Fotografía Luis Valtueña.

En la fotografía Edesahucios1frén, el padre de Isabel, arropa con ternura a su nieta de nueve años. Alrededor de la cama, como una realidad ajena a ellos, se disponen muebles apilados, algunos rotos. Se intuye que todo aquello algún día fue su casa, aunque despojado de un techo y unas paredes es la calle. “Un montón de furgones de policía acordonaron el barrio de madrugada. Pasamos la noche acompañados de muchos compañeros de la PAH [Plataforma de Afectados por la Hipoteca]. Confiamos hasta el último momento en que se pararía el desalojo”, explica sentada en el sofá de su nueva casa en Torrijos, Toledo.  Consumidas las lágrimas, habla de esa experiencia tratando de proyectar el dolor en otro cuerpo, “como si no fuera yo”.

Su antigua vivienda, situada en el distrito de Villaverde, pertenece a la Empresa Municipal de Vivienda y Suelo de Madrid (EMVS) y había sido cedida a su padre a principios de los años 90 tras expropiarle la suya. Pagaban un alquiler reducido de 117 euros, pero las pensiones de incapacidad de Isabel y Benigno no alcanzaban para abonar todos los gastos. Los problemas económicos les obligaron a dejar de pagar algunas mensualidades.

“Es cierto que teníamos una deuda pero la pagamos”, admite Isabel. “Después ya no nos cogieron más recibos, el banco nos los devolvía y ahí empezó la cuenta atrás”, asegura ella, cuyas ojeras también cuentan su historia. “No podía sentir. Estaba bloqueada. En situaciones de estrés tan fuerte, tu cuerpo se aísla”. Todavía tiembla cuando su memoria le traiciona de vuelta a la desolación. “Vi mi vida entera metida en cajas. Ni siquiera nos dejaron sacar todo. No podía dejar de llorar”, relata.

Para ejecutar el lanzamiento, que logró pararse en una primera ocasión, la EMVS alegó una deuda de 1.000 euros que la familia adquirió al dejar de pagar el alquiler -asesorados por la PAH- cuando se les notificó el desahucio. Además, la empresa municipal argumentó que la familia tiene dos viviendas en propiedad que constan en el Registro de la Propiedad. “Una es de mi hermano, pero está a nombre de mi padre, que también era titular de la casa de Villaverde. Es un piso de 40 metros cuadrados y no hay sitio para todos”, aclara Isabel. En la otra vivienda, según indica, vive su abuela y solo pasará a manos de sus padres cuando ella fallezca.

Tras el desahucio, vivieron 15 días al raso en el patio de vecinos, rodeados de las pertenencias que pudieron rescatar y a pocos metros del que fue su hogar. El espejismo de estar aún dentro, cuenta, era el peor castigo. “Se quedó una luz encendida. Era como si aún viviéramos ahí”. Los recuerdos brotan con viveza de los labios de una mujer despierta. Capitanea sin perder el rumbo a una familia que se echó a la espalda la mochila del fracaso y cuya única salida fue mudarse a una casa prestada por una pareja de la plataforma. No importó que la vivienda estuviera a 100 kilómetros de Madrid. Y tampoco que no dispusiera de calefacción.

El chalet se levanta a las afueras de El Casar de Escalona, una localidad a medio camino entre Toledo y Ávila, en lo alto de una urbanización separada por varios kilómetros del centro del pueblo. “Cualquier cosa era mejor que la calle”, se recuerda a sí mismo Benigno Ferrer. Pero desde que pusieron un pie en la casa, aseguran, la vida no dejó de darles la espalda.

«Tocamos fondo»

“Allí tocamos fondo. Hicimos todo lo que nunca pensamos que haríamos: recogimos chatarra, buscamos muebles en la basura e incluso ropa que quemábamos en la chimenea para no morirnos de frío”, describe Isabel. Pasaron en más de una ocasión por urgencias porque “todo lo que está aquí, afecta también al cuerpo”, dice mientras se señala con un dedo la cabeza.

El estrés prolongado le crea cuadros de ansiedad que a veces terminan en desmayos. La pareja está en tratamiento psiquiátrico desde hace meses y a la espera de que su hija empiece a ir al psicólogo. “Mi niña se ha tomado con mucha madurez todo lo que nos ha pasado. Pero es muy duro escuchar cómo con nueve años dice que la vida es una mierda. Sólo por eso no puedo perdonar a las personas responsables de lo que ha ocurrido”, admite. La niña está sentada al lado de su madre, muy callada. A ratos juguetea con el móvil.  Se levanta, se marcha del salón y vuelve con una pequeña libreta en la mano. Sobre las páginas de un diario vuelca con una letra aún por moldear lo que le cuesta verbalizar: “Estoy triste, pienso en Villaverde. Tengo ganas de llorar, pero mis padres se pondrían tristes”.

Ayudar a los que, como ellos, han pasado por una situación parecida les mantiene vivos, en Madrid y también en Toledo. “La gente me conocía porque llevaba la chapa de Stop Desahucios. Siempre que podíamos estábamos de arriba para abajo, negociando con el banco de turno, apoyando a las familias… Sobre esto hemos aprendido mucho”, afirma Isabel. Mira a su marido con complicidad. Él también prestaba su furgoneta para las acciones en las que fuera necesaria. Pararon muchos desahucios, pero no lo lograron con el suyo. “Nunca en mi vida he llegado a estos niveles de sufrimiento. Jamás pensé que se podía sufrir tanto y durante tanto tiempo”, admite.

En una pared de su nuevo hogar en Torrijos (Toledo),  un ‘recuerdo’ de su  desahucio.  Un cartel con el que empapelaron el barrio de Villaverde para intentar parar el desalojo.
En una pared de su nuevo hogar en Torrijos (Toledo), un ‘recuerdo’ de su desahucio. Un cartel con el que empapelaron el barrio de Villaverde para intentar parar el desalojo.

Sin gasolina en la reserva y casi con lo puesto volvieron a cambiar de casa en noviembre. La relación con la propietaria, cuentan, había empeorado y ya tenían echado el ojo a una casa de alquiler en Torrijos por un precio asumible. La vivienda, por la que pagan 200 euros al mes, no tenía muebles. “Los recogemos de donde podemos. Así que, imagínate, esto parece la casa de Cuéntame”, bromea Benigno. Es la primera vez que esboza una sonrisa .

Todavía se están adaptando al nuevo pueblo. Están jugando su última carta, y esperan ganar. “Aquí estamos tranquilos. Podemos permitirnos por el momento este gasto y vamos construyendo. Isabel ha encontrado un trabajo de tres días a la semana en una cocina. Le pagan mal y no tiene contrato, pero es algo más con lo que contamos”, explica Benigno. Ella se felicita porque con ese plus han podido comprar ropa nueva a su hija.

Están atendidos por servicios sociales y han solicitado una vivienda en la que tienen puesta parte de sus esperanzas. Mientras, en Madrid su casa permanece vacía. “Ahora ha entrado allí mi hija con sus cinco críos. No tienen otro sitio adonde ir”, señala Benigno, también padre de otro matrimonio anterior. La EMVS conoce la situación y la familia está llamada a declarar por delito de usurpación. Según indica Isabel, “el juez dice que no aparece por ningún lado el nombre de mi padre porque se supone que la EMVS ha roto el contrato”. “Se pueden romper papeles, pero no vidas. Con nosotros el Ayuntamiento de Madrid rebasó todas las líneas rojas. Nos dejó en la calle con una niña”.

El abuelo Efrén escucha la conversación cabizbajo y asiente de vez en cuando. Interviene sólo en dos ocasiones. “Todo esto es muy doloroso. He trabajado desde los 14 años y ahora, con 70, sólo pido vivir lo que me quede tranquilo”, narra con un hilo de voz. Al final, se acerca mientras recogemos. Tiene un gesto agotado, calado por la derrota. “Gracias por la visita. Cuando todo se va al garete, esta es una forma de seguir existiendo”.

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