Antes de entrar en la pregunta de mi artículo, creo prudente recordar que venimos de más de dos décadas de luchas ininterrumpidas en contra del régimen de Chávez y Maduro. Durante este tiempo, producto de dolorosos aprendizajes, a la sociedad venezolana le ha correspondido enfrentar una realidad que no conocía, y para la que no estaba –no estábamos– preparada: la de un poder que aspira al control total de la sociedad, que la somete a un proyecto brutal de empobrecimiento y que, para imponer sus objetivos, no ha dudado en destruir la democracia, asesinar a quienes se le oponen, torturar y reprimir a los ciudadanos indefensos, y hacer uso de las armas de la República de modo siempre desproporcionado.
La afirmación de que no estábamos preparados es sustantiva. Ni en lo político, ni en lo institucional, ni en lo organizativo, ni en lo económico, ni en lo social y ni siquiera en lo sicológico. Fuimos sorprendidos. Me refiero a que, para la inmensa mayoría de los ciudadanos venezolanos, resultaba impensable proyectar y asumir que podríamos llegar al estado de devastación y muerte con que los criminales han sometido a nuestro país. Y, debemos reconocerlo, las advertencias que algunos hicieron no encontraron a una audiencia dispuesta o sensible a escuchar la gravedad de lo que podría venir.
¿Podemos reclamar a la sociedad venezolana, a las instituciones, a la sociedad civil y a los partidos políticos, el que no hayan podido anticipar el actual estado de cosas? En lo sustantivo, no lo creo. Se han cometido errores tácticos –siempre señalados a posteriori–, pero analizadas las cosas bajo una perspectiva más amplia, debemos entender que la cultura política establecida en Venezuela a lo largo de cuatro décadas no contaba con las herramientas para considerar que se produciría semejante destrucción.
«En dos décadas, con no pocos vaivenes, buenos y pésimos momentos, algunas victorias y muchas derrotas, una parte sustantiva de la sociedad no ha tirado la toalla. Ha persistido y mantenido la lucha»
Imaginar, prever, pronosticar el horror, resultaba una tarea casi incomprensible para una sociedad que, con problemas y no pocos esfuerzos, había aprendido a vivir bajo las reglas de la democracia representativa, y había logrado sortear los peligros que la había acechado en esos cuarenta años.
¿A dónde nos conduce esta reflexión? A una conclusión: nos ocurrió algo semejante a lo que pasa a toda sociedad, especialmente a las que viven en condiciones generales de libertad, cuando irrumpe una fuerza que viene a destruir la libertad. En una primera etapa no entiende bien a lo que se enfrenta, tarda en reaccionar, toma caminos equivocados, se debilita y cansa. Consecuencia de tantas dificultades, se divide, pierde el sentido de la unidad necesaria, es víctima de la desesperación y la falta de resultados.
También es un resultado neto de la cultura democrática venezolana que en dos décadas –con no pocos vaivenes, buenos y pésimos momentos, algunas victorias y muchas derrotas, a pesar la represión, los exilios, el proceso migratorio y la creciente pobreza–, una parte sustantiva de la sociedad no haya tirado la toalla. Ha persistido y mantenido la lucha.
Los venezolanos lo hemos intentado todo, absolutamente todo. En estos días volví a mirar las imágenes de Caracas, el 11 de abril de 2002. Más de un millón de personas en las calles en una de las marchas más extraordinarias que se hayan visto en el mundo en la última centuria.
Se ha protestado en todas las regiones, sin excepción y se ha intentado que las instituciones entiendan que el país demanda un cambio. Se han utilizado las vías legales, institucionales, electorales y políticas; se ha buscado y obtenido apoyo internacional de naciones democráticas, y hasta se alimentó la ficción de que una fuerza militar extranjera podría ingresar al territorio venezolano y acabar con la dictadura.
A pesar de los errores que políticos y ciudadanos hayamos podido cometer, no reconocer la dignidad y el valor de estos esfuerzos y sostenidos intentos es, probablemente, un error de fondo todavía mayor.
En medio de esta evaluación, preguntarse por una posible glásnost a la venezolana no es ocioso. Recordemos que se llamó glásnost al proceso de apertura ocurrido en la Unión Soviética, al quinquenio comprendido entre 1986 y 1991, un período de apertura política y económica, y de establecimiento de un ambiente de relativas libertades cotidianas y también de relativa libertad de prensa. Pero, y esto es lo significativo, promovido desde dentro del régimen, por un movimiento que encabezó Mijail Gorbachov, entonces secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética.
Ese movimiento, finalmente derrotado por la ortodoxia comunista en 1991, mostró que, enfrentados a un estado de extrema inviabilidad, sin la participación de fuerzas externas al propio régimen, es posible que aparezca un movimiento que, al tiempo de aliviar en alguna medida la opresión sobre la sociedad, busque oxigenarse y renovar sus fuerzas y sostenibilidad en el tiempo.
Por supuesto, la situación venezolana no es comparable con la Unión Soviética de mediados de los ochenta. Pero el concepto glásnost quizás nos sirva para prefigurar un posible escenario. El de un movimiento que, sin la participación de sectores democráticos, surgido del propio régimen –probablemente comandado, por ejemplo, por Jorge Rodríguez– podría intentar un cambio –sacar a Maduro del poder–, generar mecanismos de alivio para la economía, la política y la vida cotidiana de las familias, que le sirva al régimen para dotarse de algunas nuevas energías, e intentar así, mantenerse más tiempo en el poder, disminuyendo el castigo a la sociedad.
¿Un escenario así es posible? ¿Podría venir un cambio desde las propias entrañas del régimen?
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