“¿Me pasas la sal, por favor?”
Esto me dijo en la mesa el nuevo –el primer– novio de mi primogénita. Un pequeño de diez años que come su sopa con la mirada hacia abajo. O tal vez así parece porque apenas alcanza el plato sopero en esta silla de adultos.
“Así que tú eres el primero”, me digo a mí mismo en voz baja. Me lo digo mientras mastico y veo de reojo al recién llegado.
Bienvenido a esta mesa. Bienvenido a esta relación. Probablemente también es la primera para ti. Tal vez en la fiesta del sábado jugaron “botellita”, o tus compañeros se pasaron papelitos durante semanas hasta que “la pedida” se consumó. Bienvenido al mundo de nombrar a alguien “tu novia”, “mi novio”, donde empiezan a denotar algún tipo de propiedad exclusiva, aun antes de darte cuenta que, primero y antes que nada, te perteneces a ti mismo.
Diez años es temprano para fantasías sexuales. Aunque yo recuerdo mi primer sueño erótico a exactamente esa edad. Iba en cuarto de primaria y estaba de vacaciones en Miami. Soñé con la niña que más me gustaba. Para mí siempre fue la más guapa de todas. En el sueño aparecí en el baño de mujeres, no el de excusados, sino más como un vestidor de esos que hay en los clubes deportivos donde cada quien tiene su casillero, y yo, por regalo divino o por pertenecer a la raza humana, estaba ahí dentro del locker femenil y la vi desnuda. No solo eso, sino que ella también me vio y ambos nos sentimos cómodos y platicamos. Han pasado 28 años y aún puedo sentir la hermosa atracción que sentí por primera vez dentro de ese sueño al presenciar el completo esplendor de su vagina. Hoy me pregunto de dónde pude obtener una imagen tan nítida, una emoción tan clara, de ese lugar tan íntimo. No tanto su forma, sino mi inmediata apreciación cósmica de que ahí era donde yo quería estar. Estoy seguro de que esto no vino de una película o imagen que vi durante mis primeros diez años de vida, sino de un lugar ancestral codificado en mis genes y expresado en mis neuronas y fibras musculares. Siempre he atesorado esta memoria, porque es como si me hubieran elegido para poder experimentar el esplendor de la existencia cuando todavía estaba aprendiendo a multiplicar y ni siquiera vislumbraba la profundidad de la palabra amor.
Y es que, en los genes sociales, en los códigos de conducta de la escuela, de la vida, ya viene codificada la necesaria búsqueda de pareja. La vida, es decir, tus conocidos, se encargan de buscarte a alguien, y tú, sin preguntarte por qué, también sientes que es tu responsabilidad buscarle alguien a alguien más.
¿Cómo no sonrojarse cuando un adulto te dice en voz alta: “Ay, sí, los dos noviecitos”?
Ese sonrojo no es aprendido, viene de un lugar ancestral.
Y por eso yo me acuerdo de mi primer sonrojo cuando me abrazaba con esta güera sin realmente tener intenciones claras, solo mi necesidad de estar cerca de ella.
¿Qué sabes tú, querido amigo, del laberinto al que te estás metiendo? ¿Un laberinto de hormonas, palabras, cánones religiosos, pulsiones sexuales, desarrollo de intimidades, exigencias de cumplimiento de expectativas, espejos insondables de insuficiencia, exploraciones genitales, sueños incomprendidos e historias inacabadas?
Ay, mi querido amigo, ¿qué sabes tú y qué sé yo de este juego que no parecemos querer dejar de jugar generación tras generación?
Por más que parezcas un niño inocente de diez años ya vienes precargado. Nadie es una tabula rasa. Nos atraviesan las miradas que tienen nuestros padres entre ellos y las cargas que cargan en el cuerpo y que se pasan a los cuerpos de sus hijos. Cicatrices de ansiedad, vergüenza, culpa, escasez, insuficiencia, miedo. Todas ellas envueltas en la mayor curiosidad que el ser humano jamás tendrá: la atracción sexual.
Por alguna razón, mi pequeña no me preocupa. Al menos ahora cuando jugar a ser novios es un juego como cualquier otro. Pero tengo que seguir preparándome para lo que se viene. Mi pequeña bebé ya hizo que le compráramos tops con relleno, ya se esconde en el baño antes de salir para ver si roba un poco de perfume, ya se pone a imaginar –y ya sabe que sería muy raro preguntar de manera directa a sus papás– ¿cómo es que el pene flácido de su libro de anatomía puede entregar sus semillas en la vagina de la mujer?
Es fuerte pensar que el primer pene que ven con intenciones de fecundar es una imagen transparente de un pene que muestra las venas, las arterias y los conductos seminales. Es fuerte porque hacer un hijo es mucho más que pura anatomía y embriología.
El libro que a mí me tocó para aprender de esto lo había escrito una amiga de la familia:
“Cuando un papá y una mamá se quieren mucho, entonces se abrazan y hacen a su bebé”.
Este es el mensaje que tengo grabado en la memoria junto con el color ocre de la página. Y esta fue la frase que quería traer algo del mundo emocional, ojalá metafísico, a la explicación de la procreación que me tocó. Cómo me hubiera gustado que mis padres me hablaran de la procreación en términos de espiritualidad, de magia, de curiosidad. Parece que la educación sexual, desde muy temprano, quiere desmitificar la sexualidad, la quiere reducir a la bioquímica para que no hagamos las preguntas que realmente valen la pena sobre el proceso porque nadie las sabría contestar. ¿Será que es un buen momento para hablarlo con mi primogénita? ¿O soy demasiado cobarde para solo esconderme detrás de mis pensamientos?
Aunque realmente esto es lo fácil de la conversación. Hablar de la sexualidad en términos metafísicos y espirituales es sencillo. El tema será cuando llegue el momento de la confusión. Cuando mi pequeña vea su cuerpo y lo odie, cuando a lo mejor un hombre la vea y le cause conflicto. Cuando tenga que aprender a desnudarse para otros cuando ni ella puede soportar su propia desnudez, pero no la de la piel, sino la de la vulnerabilidad.
Darle la mano a alguien, invitarlo a casa a comer, llamarlo “mi pareja”, abre las puertas de la vulnerabilidad a un grado que jamás te imaginas como niño. Aún los adultos nos seguimos escondiendo de ello. Porque la pareja, aunque solo dure diez días y los novios cambien cada cinco minutos, ya abre las puertas a lo invisible, como aquel libro que transparentiza las arterias y las venas. Y no hay forma de volver a esconderse de aquella vulnerabilidad.
¿Cuánto tiempo pasará para que mi hija sepa que esa vulnerabilidad es el amor? ¿Cuántos madrazos, vergüenzas, miedos y expectativas tendrá que navegar antes de darse cuenta que ese es justo el punto? ¿Qué el amor es precisamente el grado de transparencia que te invitas a tener con otro? ¿Y que no solo es sexo y placer y que te lleven al cine o de viaje? ¿Y que, cuando llegue el día, ojalá, escogerá justo esa vulnerabilidad en vez de todo el placer prometido que alguien le pueda dar, comprar o regalar?
Yo he sido afortunado. Si no, no podría pensar esto. El amor me da miedo, por eso sé que es amor. Pero ahora mi viaje de amor abre otra vulnerabilidad más a la que tengo que elegir entrar de lleno: no poder predecir, controlar, apoyar ni proteger el viaje de amor, el viaje de vida, de cada una de mis hijas.
Algún día se pasarán buscando en su vida algo que creyeron haber perdido en el camino. Hagan lo que hagan, algo de su experiencia de vida será así.
A estos niños la experiencia ya los abrió a ese mundo incomprensible de vibras, miradas, salivas, deseos, contratos, delicias, planes, muertes, sueños, compromisos, despedidas, reencuentros, dolores y éxtasis. En ese sentido, todos somos niños a los que el amor nos abre en algún momento. Ahora siento que el plato sopero está a la altura de mis ojos.
Ni hablar de un mundo en el que esta complejidad sobre qué es el deseo sexual esta tan relacionada al abuso, la violencia y la desvalorización de la dignidad humana. Ni hablar de que el grado de deseo sexual muchas veces está correlacionado a lo que es prohibido, en algunos casos a lo que es aberrante. Ni hablar de la cantidad de estímulos sexuales que confunden, no en los sitios de pornografía, esos son los más inocuos, sino en los feeds de Instagram de los role models de sus vidas. Ni hablar de los debates de sobre o subpoblación mundial, de la aparición de cientos de nuevos géneros y formas de afecto, de las críticas al matrimonio como sistema de control social, de los debates religiosos que definen la vida de manera culposa y de las farmacéuticas metiendo sus narices en nuestras sábanas. Ni hablar de que no entendemos esto de las energías femeninas y masculinas y de que cada uno tiene su diagnóstico sobre cuál es la que más falta en la cultura. Ni hablar de que el ChatGPT no podría procesar estos pensamientos porque violan sus términos de uso.
Y más allá de lo que se define como lo aceptable y deseable en lo sexual, yace un océano. El océano de lo que sí te gusta, lo que sí deseas, lo que puedes pedir, lo que necesitas ayuda para pedir, lo que no sabes que deseas hasta que lo pruebas, lo que creías querer, pero resulta que no, y así sucesivamente.
El amor y la sexualidad esto tienen en común: nunca vamos a tener una imagen clara y nítida de lo que son y no son. Por eso, querido amiguito, no puedo saber cómo me siento en estos momentos. Tal vez ni siquiera es un asunto mío.
“Perdón. ¿Me pasas la sal, por favor?”
“Claro, discúlpame, estaba distraído. Aquí tienes el salero.”
“¿Cómo me dijiste que te llamabas?”