Atardece y en la penumbra se escucha su voz, áspera por naturaleza, pero suave y melodiosa cuando ha definido intenciones, anhelos y esperanzas. Cristóbal Colón es afable y comedido, cuando no aparenta que llora ni tiene nada que perder. Si algo lo llega a emocionar, sea la alegría o el enojo, entonces los sonidos se le enredan en la garganta y se le vuelven un nudo, una mezcla de dialectos o de vocablos que nunca ha podido pronunciar bien, y no se sabe si finge o si está intentando utilizar sus ardides, sus mañas de persuasión, su inefable poder de convencimiento. Su rostro es un entorno borroso, indistinguible, aunque a veces la luz palpa su nariz aquilina y resplandece sobre el poco pelo que le queda. Desdentado.
—No quiero que me agradezcan sino que me olviden, el único homenaje que merezco y el más honroso.
Es una diminuta habitación de paredes de piedra, con un pequeño postigo en la pesada puerta de madera y con el piso de baldosas rojas, opacas y desgastadas. En un extremo, una mesa tosca y pequeña abrumada de papeles, mapas y libros, y un cabo de vela que desprende más olor a sebo quemado que claridad; en el otro, un catre cubierto por una áspera manta de lana cruda, de color indefinido y con remiendos aquí y allá. Dos sillas incómodas aunque agradables a la vista constituyen el resto del mobiliario.
Cristóbal Colón, un marinero profano
Cristóbal Colón tiene frío y llagas en los tobillos y en las muñecas. Un rosario con las cuentas gastadas pasa de una mano a otra cuando no está gesticulando. A veces grita y después se queda pensativo y murmura un largo recitativo en latín dando gracias a Dios y a la Virgen. Son pausas que aprovecha para rezar, para continuar una interminable plegaria que comenzó cuando la idea del descubrimiento aún era nebulosa y se repetían los percances y las equivocaciones, y el puerto tan anhelado se extraviaba en el horizonte.
—Non doto en letras, de lego marinero, de hombre mundanal. Cristiano, a mucha honra. Ese soy yo, el Almirante de la Mar Océana y primer colonizador de América. Colonizar viene de Colón, no por lo que hice sino por voluntad de la Providencia.
Tocan a la puerta y, sin esperar respuesta, entra un fraile con chocolate caliente y espeso. Calla mientras le sirven. Después deja la taza en el piso, desde donde un hilo de humo empieza a ascender. «No me gusta tan caliente». Luce cansado. Unas hebras de pelo, blancas y anémicas, le cuelgan sobre el cuello lleno de arrugas. Sus ojos permanecen inquisitivos, como queriendo contradecir su semblante marcado por la adversidad. «Yo no fracasé».
—Sigo siendo católico. Como lo fue mi abuelo, como lo fueron mis padres y como también lo fueron mis hijos, y creo que los hijos de mis hijos. He sido un servidor de Dios, un cumplidor de sus designios.
—¿Un místico?
—No. Un creyente. Quizá un hombre de mis tiempos. Uno que llegó a dudar de la compatibilidad entre la racionalidad de la ciencia y los dogmas de la fe. Una etapa que he superado. Dios nos dio la razón para que entendiéramos mejor la grandeza de su obra y nuestras alabanzas fuesen más sólidas. Pero, no quiero hablar de Teología. En esos temas soy un profano. Soy un simple marinero. Uno de los hijos de un cardador de lana que contó con el favor de Dios y que pudo realizar buena parte de sus sueños. Descubrí un continente, lo llaman América; sin embargo, no obtuve ningún apoyo cuando propuse que continuáramos las cruzadas para rescatar la Tierra Santa de manos de los infieles. Me he refugiado en este monasterio y aquí he encontrado paz, pese a ciertas deducciones de unos cuantos historiadores y a las simplezas de no pocos sociólogos. Es posible que en cierto momento me creyera predestinado. Tal vez me dejé confundir –aturdir, mejor– por mis alucinaciones. No importa si alguna vez fui un ciudadano de Génova, esa ciudad italiana que nunca falta en los libros de texto, tampoco si fui un alucinado. Yo diría que fui un obsesionado, según los lineamientos de la psiquiatría moderna. Todavía lo soy. Me obsesionan el mar y los puertos, la plenitud de un cielo estrellado y la incertidumbre de lo que traerá el amanecer. Todavía, con todo lo visto y aprendido, me llenan de preguntas los nubarrones que apenas se otean en el horizonte. Soy un hombre de la Mar Océana.
Más de quinientos años de silencio
Cristóbal Colón ha aceptado hablar. «Quinientos años de silencio es demasiado peso para mis humildes espaldas». Cerca de la mesa cubierta de libros y mapas antiguos, cuelga la portada de la revista Life con la foto de la primera huella que el hombre hizo en la Luna.
—Ya no leo novelas de Caballería. Ahora prefiero la botánica y la ecología. También me intrigan los pocos y fabulosos secretos que aún guarda el átomo, la unidad compuesta más pequeña y compleja de la creación. Sigo sin entender la política, ese derivado de la persistente ambición humana.
Rezar ayuda, a los marineros y a los otros
De la manga, saca un pañuelo y, sin soltar el rosario, se restriega la nariz. Su corpulencia reduce las dimensiones de la habitación. Toma un sorbo de chocolate y alarga la pausa.
—Soy otro crucificado. Como lo fue Jesús, pero sin su entereza ni su sabiduría, mucho menos sus designios divinos. Soy una especie de chivo expiatorio. La causa de todos los problemas. Yo tuve las debilidades y las vacilaciones de cualquier hombre de mi época. Leí tanto como don Quijote y creí que era posible la perfección de la humanidad. Fui un iluso, un soñador; y no me arrepiento. Lo que no soy es ese genocida que cierta historia ingenua y sesgada pregona.
—Usted trajo las atrocidades, las enfermedades, la esclavitud, el ansia de riqueza fácil, la viveza…
—Todo lo que usted quiera. Y me llevé las papas para que los irlandeses sobrevivieran como raza, y los tomates para que mis paisanos de Génova y mis vecinos de Nápoles hicieran deliciosas salsas para los espaguetis. ¿Existirían hoy los africanos sin el maíz? ¿Ha pensado en lo amargo que sería la existencia sin los chocolates suizos? ¿Y qué de los Pieles Rojas sin caballos? ¿Y qué de los Estados Unidos sin todo ese saber y toda esa ignorancia que llegó de Europa? Yo también buscaba al buen salvaje y creo que habría sido feliz si en las bocas del Orinoco me hubiera topado con una amazona, o dos. Yo no descubrí América. Yo, perdone la inmodestia, ayudé a construir un nuevo mundo, que no es ese hemisferio de iniquidades que va desde Alaska a la Tierra del Fuego, sino uno que abarca todos los continentes, la Tierra toda. El mundo cambió, no sólo geográfica sino también ecológicamente. Trajimos y llevamos, y todavía estamos llevando y trayendo, contaminándonos, enriqueciéndonos, desperdiciando y destruyendo. Los hombres, después de quinientos años, no son distintos. Algunos, más informados; los más, continúan sumidos en la más profunda ignorancia, pese a CNN, que nos da la instantaneidad de la guerra sin que pierda su carácter de entretenimiento entre uno y otro comercial. No se ofenda.
—¿Nunca se enfermó de vanidad?
—Sí, por supuesto. Que exigiera el título de Almirante de la Mar Océana y que se me otorgara la licencia real para anteponer el Don a mi nombre dicen bastante. Algunos han repetido que a mí no me movió el afán científico de demostrar que la Tierra era redonda, y es verdad; que mi aventura fue movida por mi sed de riqueza, otra gran verdad. Hoy como ayer, todo lo mueve el deseo de la recompensa material. Ese experimento totalitario que fue la Unión Soviética se desvaneció como un castillo de polvo sin que mermara el amor de sus ciudadanos por el dinero. Yo no sólo buscaba condecoraciones y medallitas; ansiaba, también, la riqueza y mi figuración social. Yo no nací tan pobre. Como comerciante en lana y azúcar, y en todo lo que se vendiera, recorrí el Mediterráneo en pequeñas embarcaciones. Ahí aprendí los elementos básicos del arte de la navegación y me supe dotado de eso que llaman poder de convencimiento. Algo práctico, y más tangible que el carisma de los políticos. Siempre me gustó hablar y encontrar partidarios, no para ideas sino para negocios, para sumar ganancias. La vida del marinero, se repite hasta el cansancio, no es fácil. Mi vida, al menos no lo fue, salvo en algunos buenos ratos. ¿Usted reza?
—A veces…
—Debería hacerlo siempre. Ayuda mucho.
Un error de cálculo de Colón, la Tierra era más grande
—¿Como se le ocurrió la idea de la Empresa de las Indias?
—No sé. Quizá se me aclaró cuando me dedicaba a hacer mapas con mi hermano Bartolomé en Lisboa, bella ciudad. Siempre me atrajeron las Indias -Catay y Cipango. Sus especias, sus olores, me evocaban mundos fantásticos y exuberantes como los que describió Marco Polo. Los europeos pagaban fortunas por las sedas de Oriente, el clavo, la canela, la nuez moscada y, sobre todo, por la pimienta. El Imperio Turco había cerrado las rutas tradicionales hacia el Lejano Oriente y era necesario buscar vías alternas. Lo estaban haciendo los portugueses, financiando expediciones a lo largo de la costa de África. Yo, le repito, era un lector obsesivo. Devoraba libros, tratados de cosmografía, de historia, de astrología, de todo. La biblioteca de mi finado suegro estaba llena de cosas maravillosas. Yo soy un autodidacta. Por lo tanto, arrastro los defectos que la absorción de conocimientos sin guía y al azar provoca. Con el tiempo, adquirí una masa enorme de información; pero, lo reconozco, nunca supe disponer de ella de la mejor manera. Tampoco tenía la intención de ser un tratadista o el editor de la Enciclopedia Británica. Mis razones eran de orden práctico. Buscaba pistas que me ayudaran a encontrar otro camino hacia Catay y Cipango. Cuando me di cuenta que la clave era navegar la Mar Océana rumbo a Occidente, me enfebrecí. Uno de los libros que más leí, revisé y anoté fue Imago Mundi de Pierre d’Ailly, por quien conocí la existencia de Las Antípodas y la teoría de que el mundo era más pequeño de lo que se suponía. Todas las personas educadas de entonces aceptaban que el mundo era redondo, lo difícil era demostrarlo en la práctica, ya sabemos de las dificultades de Magallanes en su viaje de circunnavegación. Desde entonces fueron muchas las noches que pasé haciendo cálculos, consultando las obras de los matemáticos de la antigüedad y elaborando un argumento convincente. No fue sencillo. Mi poca preparación escolástica me llevó a cometer errores que ahora hieren mi orgullo, pero que determinaron la coronación de la empresa. Mi Tierra era 75% más pequeña que la que pisaban mis pies. Y eso me dio ánimos para convencer a los demás de que las riquezas de Oriente eran alcanzables tras un corto viaje hacia Occidente. Me salvó mi labia y mi buena disposición para hacerme amigo de personas influyentes. Algo que todavía funciona.
Más que recursos, Colón buscaba apoyo político
Toma otro sorbo y fija la mirada en la huella del hombre en la luna de Life. «Todavía muchos creen que los americanos no llegaron a la luna, que todo fue una película de Hollywood para asustar a los rusos».
—¿Sabía que había tierras no conocidas a una distancia navegable desde las Islas Canarias?
—Cuando hice el viaje a Elmina, una posesión portuguesa en las costas de África, me di cuenta de que ciertas historias de los marineros y los antiguos griegos eran fábulas, que no había monstruos con siete cabezas; pero que existían corrientes de vientos sobre el Ecuador que permitían ir mar adentro sin mayores dificultades. Convencer a la gente educada, o medianamente educada, de la viabilidad del proyecto no encontró mayores estorbos. Así ocurre cuando se prometen grandes ganancias con una mínima inversión. Yo a cada quien le dije lo que quería oír. A quienes ambicionaban riquezas, les ofrecí las más grandes; y a la Reina Isabel la Católica, fondos para liberar las Tierras Santas y continuar la cristianización de Europa con la expulsión de los infieles. Yo buscaba mi realización como hombre, mi fortuna. Claro, también estaba dispuesto a dar parte de mis ganancias para reemprender las Cruzadas. Mi deber como cristiano. Era dueño de una idea que no podía ejecutar por falta de fondos y, además, requería de apoyo político. No era engorroso explicar que como Las Canarias y Las Azores, podía haber otras islas unas cuantas leguas más allá. El problema era encontrar quien financiara la expedición y quien suministrara el apoyo político. Muchos a quienes solicité financiamiento se arrepintieron a último momento porque no contaban con la buena voluntad del Soberano. Con mi labia, le insisto, convencí a la Reina Isabel. Por ahí han dicho que ella se enamoró de mis ojos, que la cautivé con mi mirada. Yo creo que supe llegarle al corazón.
—¿Al corazón?
—Sí, era una mujer muy creyente. Muy piadosa. Y con mucha astucia política. Tenía más sentido de la geopolítica que el marido. El Rey Fernando dedicaba más tiempo a la caza con halcón y a perseguir doncellas que a los asuntos del reino. Después se acomodó algo. Nunca tuve malos pensamientos hacia la Reina. Era, es verdad, una mujer atractiva, más por el poder que detentaba que por sus cualidades físicas. Era baja de estatura y entrada en carnes, y con mucha papada. A ella le causaba mucha gracia mi manera de hablar, ¿capito? Nunca dominé del todo el castellano, aunque escribía latín con alguna propiedad. Se me salía el genovés y hasta algo del portugués. Yo me transportaba hablando, describiendo los tesoros que obtendría como si los tuviera ante mi vista y los pudiera tocar, y cómo ayudarían a acrecentar la grandeza de los reinos de Castilla y Aragón. Ella me escuchaba extasiada. Me costó convencer a los tecnócratas, a los consejeros, pero cuando la decisión sobre mi viaje se convirtió en asunto de política, los tecnócratas debían callar, y callaron. En ese momento, no sólo había terminado la Reconquista sino que faltaba poco para que cayera el último reducto de los guanches, Tenerife.
—¿Cuál fue el mayor obstáculo?
—La larga espera. Ir por todo el reino con la Corte esperando, argumentando, buscando apoyo entre los nobles más influyentes. El otro obstáculo casi insalvable fue convencer a los marineros de que iban a regresar, que el mar no se acababa poco más allá de La Gomera y que sus aguas no caían en cascada hasta el fin del mundo. Imaginerías del pueblo. Yo era un extranjero con fama de chiflado, de hablador de disparates.
—¿Cómo los convenció?
—No fui yo. Fueron los hermanos Pinzón. Cuando llegué al puerto de Palos a preparar el viaje, con los recursos y la orden real para que pusieran a mi disposición tres embarcaciones, nadie se alistó en la aventura. Podía ser un viaje sin retorno. La experiencia de los Pinzón y su liderazgo contribuyó a que 90 hombres se enrolaran, ninguno de ellos presidiarios, al contrario de lo que se ha repetido, y cuatro extranjeros, sin contarme yo. Siempre me faltó habilidad de mando, sólo mi pericia de marinero les infundía respeto. Lo admito, me cuesta liarme con los ignorantes, con el populacho. No tengo eso que los analistas políticos llaman mano zurda. La historia registra cuantas veces se amotinaron mis marineros y del plan que fraguaron para asesinarme. Yo lo he olvidado, no guardo rencores vanos.
—¿Tampoco a Américo Vespucio?
—Menos. La historia lo recuerda como un aprovechador y es suficiente castigo. No me han hecho estatuas de oro como propuso Gonzalo Fernández de Oviedo ni fui canonizado como lo propuso siglos después Roselly de Lorgues, un escritor de gran estilo y convicción que luchó celosamente para que la Curia Romana me diera un puesto entre la aristocracia celestial, pero nadie me puede arrebatar mi humilde puesto en la historia del nuevo mundo que ayudé a crear.
—¿A crear o a destruir?
—Nunca he dudado de las buenas intenciones de Fray Bartolomé de las Casas. Su padre fue uno de mis marineros. La guerra sucia no es un invento moderno. Era conocida y practicada durante las rivalidades imperiales de Inglaterra y España. Es una tremenda ironía de la historia que los escritos de un español del siglo XVI, dirigiéndose a su propia gente, en un esfuerzo para provocar que recapacitaran sobre su comportamiento, fuese publicado en tantos sitios y lenguajes y sirviera para cristalizar durante siglos la hostilidad contra España. Yo no niego que hubo muchos abusos, que se cometieron muchos desmanes, que muchas vidas fueron tronchadas no sólo por las enfermedades que trajimos sino también por las que nos llevamos a Europa. La ambición no nos permitió entender la grandeza de las culturas con las cuales nos tropezamos rumbo a las Indias. Quizás, todavía, ni siquiera los habitantes de América saben reconocer los tesoros culturales que poseen y se dejan engatusar con la idea de construir zoológicos humanos con los residuos de las culturas indígenas; repitiendo el error europeo de querer encontrar al buen salvaje, aquel ser dócil y pacífico que aceptaría nuestras ideas y nuestra concepción de la vida ideal, sin rebeldías. Una especie de Adán sin pecado original. El mundo cambió y no es posible, afortunadamente, la vuelta atrás. Mi misión, predestinada por Dios, dio paso a la colonización española. No digo que la menos mala. En mi descargo solo puedo decir que si hubiese sido otro el descubridor… No. Me aterra imaginar la historia del Caribe anglosajón repetida desde Río Grande hasta la Patagonia, o lo que ocurrió en el Viejo Oeste norteamericano 300 años después del «descubrimiento».
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