Por Carlos Carnero
Director gerente de la Fundación Alternativas,
fue eurodiputado y embajador en misión especial para proyectos en el marco de la integración europea
Treinta años después de ese 1 de enero de 1986, el ingreso de España en la Unión Europea –entonces llamada Comunidad Económica Europea– no puede ser calificado más que como un éxito. Pero esta culminación no se ha compartido ni alcanzado por definición. Me explico.
Es verdad que al conjunto de los españoles la pertenencia a la Unión les ha permitido recuperar su lugar histórico en Europa, consolidar la democracia, renovarse culturalmente, convertirse en un país influyente en la comunidad internacional y, desde luego, experimentar una modernización económica y social inconcebible únicamente con sus propias fuerzas. El mercado único, los fondos estructurales y de cohesión y la Política Agrícola Común (PAC) son algunas de las aportaciones medibles al desarrollo nacional provenientes del resto de las administraciones comunitarias. Es más, sin la protección del euro se habría naufragado con la crisis iniciada en 2008.
Pero no es menos cierto que la UE no habría estado completa sin un país como España y, lo que es más importante, no hubiera avanzado en su construcción sin el impulso de este nuevo socio que representa la cuarta economía del territorio común. La profundización política, el concepto de ciudadanía europea, la moneda única, la unión económica, las competencias e instrumentos en la cohesión social y territorial, los avances en el espacio de libertad, seguridad y justicia, o las dimensiones euromediterránea y eurolatinoamericana hubieran sido más difíciles de conseguir y probablemente no habrían llegado tan rápido y tan lejos.
Sin embargo, el acto de ingresar no garantizaba por sí mismo ese éxito en ambas direcciones. Era la condición necesaria, completada con otra suficiente: la voluntad política para gestionar correctamente desde la UE y desde España la nueva relación. Esta voluntad política y el acierto en su aplicación deben anotarse en el haber, por un lado, de los gobiernos, los partidos políticos –que siempre actuaron con un nítido compromiso europeísta y desde el consenso– y los españoles que han ostentado cargos y responsabilidades en las instituciones comunitarias. Por otro, de los gobernantes del resto de estados miembros y, particularmente, de los presidentes y miembros de la Comisión, el Parlamento Europeo y el resto de instituciones y organismos de la Unión, que supieron valorar la aportación del recién llegado y solucionar los problemas con un espíritu constructivo.
Culminar la unión política
Con el bagaje de estos 30 años, España debe seguir aplicando un principio esencial: el interés nacional debe confundirse con el europeo. Sobre esa base y gracias al muy mayoritario apoyo europeísta de la ciudadanía, el Estado tiene el mismo reto que la UE: culminar en los próximos años su unión política en un sentido federal.
Esto implica establecer las bases y las políticas para poder contar con un auténtico gobierno económico y social que fusione austeridad y crecimiento para combatir el desempleo y la desigualdad. De forma que la Europa de los 28 de la que España es ya inseparable, sea cada vez más y mejor una unión de valores para garantizar los derechos de sus ciudadanos.